México: Basta de maltrato a los aborígenes
Con regocijo parece apropiarse el Gobierno de México de aquel lema de los zapatistas, “para todos todo, nada para nosotros”, al cercenar sistemáticamente los derechos de los aborígenes. En repetidas ocasiones se les ha negado la libertad de reunión, no se les ha permitido trabajar la tierra sin restricciones, se ha confiscado sus hogares en nombre de inversiones privadas, se ven obligados a venderse como mano de obra barata al sector empresarial y, por si fuera poco, los recursos naturales de sus tierras, hasta entonces no alterados por el hombre y compartidos por todos, son explotados en procura de ventajas comerciales. El golpe mortal asestado por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte a los grupos aborígenes en México, en particular a aquellos en el estado sureño de Chiapas, se manifiesta en el Plan Puebla Panamá. Así se pretende enyuntar a los habitantes de la región bajo los auspicios del neoliberalismo: una campaña, disfrazada de paquete económico, con el propósito de destruir a las comunidades autónomas.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, ratificado en 1994, negó y efectivamente invalidó el Artículo 27 de la Constitución Nacional de México, que garantizaba derechos colectivos de propiedad a quienes trabajaran la tierra de uso público. El propio Gobierno estadounidense reconocía explícitamente tal garantía como una necesidad antes de que se subscribiera el Tratado. En pocas palabras, los grupos aborígenes (como los mayas) quedaron vedados de beneficiarse de una ley que admitía sus prácticas culturales. Más tarde, en 1996, los zapatistas forzaron al presidente Ernesto Zedillo a sentarse a la mesa de negociaciones, donde terminaron subscribiendo los Acuerdos de San Andrés, cuyos fines radicaban en tutelar los derechos de los aborígenes y concederles autonomía formalmente, entre otras exigencias sociales. [1] Con los Acuerdos, que jamás se aplicaron, se procuraba no sólo abordar los problemas más graves del estado de Chiapas, sino también las preocupaciones de los grupos aborígenes a lo largo y ancho del país. Fue el descuido de estas cuestiones el detonante del levantamiento original. Enconados porque no se respetaba este segundo instrumento jurídico en amparo de los derechos de los aborígenes, los zapatistas formaron las Juntas de Buen Gobierno en 2003. Como logros de estas Juntas constan que el 63% de las embarazadas tuviera acceso a la salud (en comparación con el promedio de 31,5% en las zonas no regidas por los zapatistas) y que el 74% de los hogares dispusiera de su propio baño (en comparación con el 54% de los hogares en zonas no regidas por los zapatistas), según indica Pablo González Casanova, ex rector de la Universidad Nacional Autónoma de México. [2]
Pese al desprecio invariable que demostraba el Gobierno de México ante las numerosas necesidades de sus grupos aborígenes, los zapatistas progresaron a pasos agigantados. La salud, la educación, los derechos de las mujeres y de los aborígenes: todas cuestiones donde la “guerrilla” resolvía lo que, se la mire por donde se la mire, no es otra cosa que una crisis humanitaria.
El persistente ultraje de los grupos aborígenes alcanzó su punto culminante cuando el Plan Puebla Panamá estableció al sudeste de México, por fuera de la jurisdicción mexicana, una zona de libre comercio, la única institución neoliberal más problemática que las medidas de austeridad, pues allí se tolera la explotación de los pueblos por parte de empresas extranjeras. En tal zona, el ansiado plan exime a toda compañía del pago de tasas impositivas y del cumplimiento de disposiciones y normas de conducta. [3] Las comunidades que se mantenían con cooperativas rentables son ahora mano de obra para empresas explotadoras. El sistema social de los zapatistas fue desmantelado y reemplazado con condiciones de trabajo improvisadas (donde la remuneración por hora equivale a la mesada semanal de un niño pequeño) y con una simple infraestructura de caminos para el transporte de bienes básicos.
Poco le debe haber importado al Gobierno de México el bienestar de la población de Chiapas, pero la inviolabilidad de la selva lacandona, donde subsisten los zapatistas desde hace siglos, es otro tema. Allí se localizan grandes depósitos de petróleo y casi la mitad de las reservas de agua de México, al punto que podrían generarse ganancias enormes si se privatizaran los campos petrolíferos y las reservas acuíferas, por no hablar de la posible construcción de centrales hidroeléctricas en la zona. Es curioso el paralelismo entre estas circunstancias y la situación de los grupos aborígenes en Estados Unidos. En aquella oportunidad, por suerte, la política estadounidense terminó con el maltrato de los grupos aborígenes en Estados Unidos. En esta oportunidad, sin embargo, al ser el Plan Puebla Panamá y el Tratado de Libre Comercio productos de la inventiva estadounidense, el defensor de la integridad y la democracia resultó responsable del desplazamiento y de la degradación de todo un estado mexicano y de la usurpación de su riqueza natural. A la vista de la expulsión de grupos aborígenes y de las condiciones laborales inhumanas a las que fueron sometidos, ciertos analistas no tardan en denunciar genocidio, un término que exige miramientos. Tales denuncias suscitan inquietud respecto del destino de los mayas y de otros grupos aborígenes en México, pero lo cierto es que los signatarios mexicanos y no mexicanos del Plan Puebla Panamá y del Tratado de Libre Comercio han infringido el Convenio 169 de la Organización Mundial del Trabajo, que se refiere a los pueblos indígenas: “Los gobiernos deberán asumir la responsabilidad de desarrollar, con la participación de los pueblos interesados, una acción coordinada y sistemática con miras a proteger los derechos de esos pueblos y a garantizar el respeto de su integridad.” [4]
A pesar de esta evidente violación generalizada de derechos y la profunda destrucción ambiental encabezada por las autoridades mexicanas, los zapatistas no se dan por vencidos en una lucha que, a todas luces, es una causa perdida. Diecisiete años determinación ante los conflictos y ocho años de autonomía fueron barridos por el poder conjunto del Gobierno de México, la influencia de Estados Unidos y el accionar de las grandes empresas. Con este artículo no procuramos esgrimir argumentos éticos o morales, sino señalar que el modo de proceder de México y Estados Unidos es ilegal conforme al Derecho mexicano y al Derecho Internacional. De no ser por este capitalismo globalizado, tales atrocidades habrían desaparecido hace ya mucho tiempo.
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Este análisis fue traducido por el colaborador de COHA Iván Ovejero.
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